Cataluña, silencio y miedo: por qué los empresarios catalanes evitan la confrontación

Las críticas a las medidas que asoman por el horizonte como parte de los acuerdos programáticos ligados a la investidura han sido muy leves, prácticamente inexistentes

Un trabajador en una factoría ubicada en Cataluña. EFE/Alejandro García

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En el análisis de los mercados, el miedo a perderlo todo es el que lleva a muchos a vender a toda prisa sus acciones, como si no hubiera un mañana, en esos días en los que las bolsas caen a plomo. Sin ninguna lógica más que la de seguir el comportamiento irracional -al margen de todo análisis objetivo- del conjunto del rebaño, en esos días de locura los inversores asustados pierden hasta la camisa.

Ahora que se acerca la Navidad, recordamos que el miedo es el que lleva a millones de españoles a comprar Lotería cada año. No es la ilusión del “y si toca”, sino, las más de las veces, el miedo a que la lluvia de millones moje a todos menos a mí. En esas compras absurdas desde el punto de vista de la probabilidad estadística está, pues, el miedo a ser el único desgraciado que no compró ese maldito décimo -¿qué son 20 euros?- que tuviste al alcance de la mano.

Los ejemplos podrían multiplicarse hasta el infinito. La historia económica está repleta de episodios dominados por el miedo, como el corralito de Argentina a principios de siglo, la crisis monetarias de Corea, Rusia o Turquía de la década anterior o, en España, la intervención y venta exprés del Banco Popular, entre otras, cuando planeaba en los medios la quiebra del banco.

El miedo, en este caso por parte de las autoridades financieras, motivó también que, unos años antes, Europa elevara en el 2008 a 100.000 euros el importe cubierto por el sistema a cada cliente bancario para el caso de quiebra y liquidación de una entidad. El miedo forma parte de nuestras vidas. Debería formar parte del extinto Libro de Familia.

En Cataluña, como no podía ser de otra forma, el miedo es también parte importante del paisaje. Siempre ha estado ahí. En octubre del 2017 y en los meses siguientes, en uno de los momentos de mayor incertidumbre de su historia, el miedo a lo desconocido, a los mercados, a la Generalitat, al Gobierno o al sursum corda fue el catalizador de la estampida empresarial mayor que se ha conocido. Más de 3.000 sociedades mercantiles trasladaron su sede a Madrid, Valencia, Zaragoza… y ahí siguen.

Pese al esfuerzo de Josep Sánchez Llibre, presidente de Foment del Treball, por alentar el regreso de las empresas a Cataluña, nadie ha dado un paso para volver sobre sus pasos. Los empresarios actúan como si siguieran teniendo miedo. Ni la pacificación de la que tanto habla Pedro Sánchez, presidente del Gobierno, ni el hecho de que las políticas públicas de la Generalitat hayan cambiado radicalmente en los últimos seis años han sido suficientes para una marcha atrás. Todos quietos, no vaya a ser que… ¡vaya usted a saber qué!

El entorno tampoco ayuda. La pandemia, la guerra de Ucrania o, ahora, la de Oriente Medio, han supuesto una nueva sobredosis de miedo, incertidumbre, duda, indefinición, falta de visibilidad. Y, por si lo anterior no fuera suficiente, el tablero político en España ha otorgado, porque así lo han querido los votantes, una representación muy destacada a VOX. De nuevo, el miedo reclama su protagonismo.

Con estos antecedentes, no resulta extraño que, en el mundo empresarial catalán, nadie diga hoy casi nada. O que una inmensa mayoría calle y otorgue. Siempre se ha dicho que el dinero es tremendamente cobarde. Las críticas a las medidas que asoman por el horizonte como parte de los acuerdos programáticos ligados a la investidura han sido muy leves, prácticamente inexistentes. Y eso a pesar de que, en no pocas ocasiones, el impacto en las cuentas de resultados de las distintas compañías que forman parte del ecosistema empresarial será muy relevante, si se llevan a la práctica.

Lo mismo sucede con la amnistía que está hoy a punto de llegar al Congreso y con el resto de iniciativas parlamentarias que acaben formando parte de las distintas transacciones hasta el minuto anterior a la investidura. No hay apenas objeciones por parte de los empresarios. Todo vale porque todo suma al bien superior colectivo, pero sobre todo personal, de contribuir a un objetivo tan lícito como cortoplacista: “Virgencita, virgencita, que me quede como estoy”.

El miedo mueve la economía. Su fuerza es poderosa. ¿Y los principios? ¿Y la valentía? Ante el miedo no hay una única opción, ni personal, ni colectiva. No siempre hay que agachar la cabeza.

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