Cerca de medio mundo agobiado
En un mundo que presume de estar más conectado, más rico y más informado que nunca, la tristeza, la ira y el dolor físico y emocional reportados están al alza

En el ámbito de la salud humana, a la diabetes se le conoce también como “la enfermedad silenciosa”, porque muchas personas pueden tenerla sin saberlo. Lo que me sirve de ejemplo para extrapolar a escala social la siguiente información.
A dicha escala, sabemos que los conflictos están a la orden del día y minando vidas. También el creciente odio y el egocentrismo crispan cada vez más nuestra convivencia. Pero si atendiésemos al ruido de fondo de nuestra civilización, no oiríamos estos jaleos ni los del motor económico o el de las nuevas tecnologías. Oiríamos un zumbido constante y creciente: el de la ansiedad global, el eco de miles de millones de personas lidiando con el estrés y la preocupación que, según las cifras obtenidas, están más presentes que nunca en nuestras vidas.
Basado en 145.000 entrevistas en 144 países, el reciente informe “Estado de la Salud Emocional del Mundo 2025”, elaborado por Gallup, en colaboración con la World Health Summit (Cumbre Mundial de la Salud), es más que una encuesta: es una radiografía del alma colectiva humana y los datos que arroja no son precisamente tranquilizadores. Nos dice que casi cuatro de cada diez adultos en el planeta reportaron haber sentido mucha preocupación o mucho estrés el día anterior. Es decir, acercándose a la mitad de la población mundial, cientos de millones de personas más que hace una década están viviendo en una tensión diaria.
Esta no es una cuestión de debilidad individual, sino un indicador sistémico. En un mundo que presume de estar más conectado, más rico y más informado que nunca, la tristeza, la ira y el dolor físico y emocional reportados están al alza. El estrés es la nueva pandemia social silenciosa. Y si bien celebramos los avances en la esperanza de vida, tendemos a dar la espalda a la verdad incómoda: nuestra salud emocional como especie está en declive.
El gran hallazgo de este informe, y lo que debería reescribir la agenda política y global, es la confirmación de una tesis que hasta ahora tratábamos como poética: la paz, la salud física y el bienestar emocional son inseparables. No es una metáfora; es un hecho cuantificable. El estudio demuestra una fuerte correlación entre los altos niveles de malestar emocional (especialmente la ira, la tristeza y el dolor) y las puntuaciones bajas en los índices de Paz Global (GPI) y Paz Positiva (PPI). Parafraseando a los analistas de Gallup, la salud emocional no es solo una experiencia privada; es infraestructura sociológica, como “cemento social”, y este se está deteriorando a marchas forzadas.
¿De qué nos sirven las carreteras, los puentes o las redes de fibra óptica si las personas que las utilizan viven angustiadas? La fortaleza de una comunidad, su habilidad para superar baches económicos, catástrofes naturales o problemas políticos, no se valora solo por su producto interno bruto ni por su presupuesto de defensa, sino por el bienestar anímico de su gente.
Una población masivamente estresada es una población más volátil, más polarizada y menos dispuesta a colaborar. La desafección política, el tribalismo social y la fragilidad institucional son, en gran medida, síntomas de una fractura emocional subyacente. Cuando la desesperación se convierte en el lenguaje común, la estabilidad se desintegra. El malestar emocional a nivel social es una señal de advertencia, una llamada urgente a la acción colectiva, que va más allá del diván del psicólogo.
Curiosamente, el mismo informe nos ofrece una dosis de optimismo que complica la narrativa, dándole un matiz profundamente humano. A pesar de los altos niveles de estrés y preocupación, la mayoría de la gente sigue sintiéndose respetada. Cerca de nueve de cada diez personas reportaron ser tratadas con respeto, y una proporción similar siente que tiene a alguien que la anima a vivir.
Una población masivamente estresada es una población más volátil, más polarizada y menos dispuesta a colaborar
Esta es otra paradoja del siglo XXI: nos sentimos apoyados en nuestro círculo íntimo, pero somos aplastados por las presiones del sistema. Paradoja que se viene a sumar a la expuesta en el artículo anterior, también en base a otro informe de Gallup, sobre sentirnos seguros en un mundo cada vez más en conflicto.
La amistad y el respeto son pilares fundamentales de la vida, y que sigan firmes es un testamento a la fortaleza del espíritu humano. Pero si la gente se siente bien tratada en petit comité, y aun así experimenta niveles récord de ansiedad, el problema no reside en los fallos del carácter de cada individuo, sino en los de la estructura social (política, económica, laboral, etc.). Lo que está drenando el pozo de nuestra calma es el ruido constante de la híper-conectividad, la precariedad económica, la incertidumbre climática o la fatiga informativa.
Hemos llegado a un punto donde los líderes sociales (políticos, empresariales, religiosos, etc.) ya no pueden ignorar el malestar emocional. Es insostenible no solo en términos de salud social, sino también de productividad y es peligroso en términos de cohesión social. Tratar la salud mental únicamente como un asunto clínico o una responsabilidad individual es negligencia pública. Ya lo apuntaba Émile Durkheim a principios del siglo pasado al estudiar el suicidio, que precisamente se ha convertido en la segunda causa de muerte no natural entre los jóvenes (algo nunca visto hasta ahora).
En base al informe, la solución pasa por elevar el bienestar emocional al nivel de política de Estado. Lo que significa:
– Priorizar la estabilidad, no solo el crecimiento: diseñar sistemas laborales que valoren el tiempo de descanso y la desconexión tanto como la eficiencia.
– Invertir en conectividad real: fomentar espacios comunitarios y políticas que promuevan la interacción humana genuina, revirtiendo la fragmentación social.
– Liderazgo empático: exigir a nuestros líderes que dejen de usar el miedo y la polarización como armas arrojadizas, reconociendo que la retórica tóxica es un contaminante emocional.
Si el propósito de cualquier Estado debería ser crear condiciones para que sus ciudadanos prosperen, no podemos permitir que miles de millones vivan emocionalmente colapsados. El informe es un espejo de esto. Si la imagen reflejada nos incomoda, no es momento de romperlo, sino de empezar a reconstruir la infraestructura vital que hemos descuidado: la calma y la salud de nuestra mente y de nuestra gente. Es la única forma de garantizar no solo la paz global, sino la paz que cada uno necesita para levantarse por la mañana.