El absentismo que viene
El fenómeno anticipa una transformación más profunda: la aparición de nuevas formas de absentismo electivo, donde el trabajador decide cuándo y cómo desconectarse, no por malestar físico, sino por bienestar psicológico o social

Arte guía de Grand Theft Auto VI. PlayStation
En mayo de 2026 millones de trabajadores estadounidenses faltarán a su empleo sin estar enfermos. No por una huelga, ni por un colapso del transporte, ni por una catástrofe climática. Lo harán por el estreno de un videojuego: Grand Theft Auto VI. La prensa ya lo ha bautizado como la “gripe GTA”. Se estima que el 2% de la fuerza laboral, unos tres millones de personas, no acudirá a trabajar ese día, con un coste superior a 1.400 millones de euros.
El fenómeno anticipa una transformación más profunda: la aparición de nuevas formas de absentismo electivo, donde el trabajador decide cuándo y cómo desconectarse, no por malestar físico, sino por bienestar psicológico o social. La “gripe GTA” no es una rebeldía productiva, sino una búsqueda de autonomía: una jornada elegida para reconectar con el placer personal. Miles de trabajadores se ausentan sin conflicto visible, pero enviando un mensaje claro: el bienestar individual no puede quedar subordinado de forma permanente al rendimiento.
Muchas empresas, especialmente en el sector tecnológico, ya han asumido que oponerse a estos comportamientos es inútil. En lugar de sancionar, optan por gestionar la flexibilidad: permiten días de desconexión, reprograman tareas y reconocen que la productividad moderna no se mide por horas presenciales, sino por resultados. En términos de gestión, esto supone un desplazamiento del modelo de control hacia el modelo de compromiso: del cumplimiento al sentido.
Y mientras Occidente normaliza estas desconexiones, China ha optado por el camino contrario: limitar el ocio digital para preservar la productividad. Desde hace más de una década, el gobierno regula el tiempo que los jóvenes pueden dedicar a los videojuegos. El argumento oficial es “proteger la salud mental y física de los menores”; el subtexto, más económico: evitar una generación menos dispuesta a trabajar o estudiar a tiempo completo. En 2021 las autoridades impusieron un límite extremo: solo una hora al día, de viernes a domingo, con identificación real y control facial. Los videojuegos fueron calificados como “opio espiritual”. Un mensaje inequívoco: el ocio excesivo se percibe como una amenaza a la ética del trabajo.
Sin embargo, el propio gobierno reconoció más tarde que las restricciones habían reducido el tiempo de juego, pero no mejorado el rendimiento ni la disposición al empleo. Paralelamente, surgió entre los jóvenes el movimiento tang ping (“tumbarse plano”), una forma de resistencia pasiva frente a las extenuantes jornadas del modelo “996” -trabajar de 9 a 21 horas, seis días a la semana.
Tanto la GTA flu estadounidense como las restricciones chinas comparten una misma preocupación: qué hacer con una generación que no vive para trabajar. Occidente asume la pérdida de horas laborales a cambio de bienestar; Oriente intenta disciplinar el ocio para conservar la productividad. Ambos revelan el mismo dilema: la motivación exige libertad, y la libertad tiene un coste. El absentismo que viene no será patológico ni reivindicativo, sino cultural. No desafía la autoridad, sino la sobreconexión. Y obliga a repensar el trabajo no como deber, sino como elección. Entre el videojuego y la jornada de doce horas se juega hoy la frontera del empleo del futuro. Nosotros, la parte de la frontera en que queremos estar.