El desarme de los derechos humanos
Quizás un gran desafío de nuestro tiempo sea volver a creer en la utilidad de los derechos humanos. Reafirmar que no son una utopía abstracta ni una herramienta de Occidente, sino “la gramática mínima de lo humano”. Sin esa convicción, la ONU puede reformarse mil veces, pero seguirá vacía
El secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, interviene durante la sesión de apertura del Debate General del 80º período de sesiones de la Asamblea General de Naciones Unidas, en Nueva York / Casa Real
Durante décadas, los derechos humanos fueron el lenguaje común de la dignidad. Un ideal compartido, imperfecto pero universal, que permitió juzgar dictaduras, frenar guerras y tender puentes entre pueblos y también entre ciudadanos. Hoy, sin embargo, ese lenguaje se está apagando. No por un colapso visible, sino por un desarme silencioso, fragmentado, burocrático y global, en el que las potencias (autoritarias y también democráticas) están recortando, manipulando o ignorando los mismos principios que alguna vez proclamaron defender.
El reciente informe del International Service for Human Rights (ISHR) (Servicio Internacional para los Derechos Humanos o SIDH) es solo una de las muchas señales de alarma. El documento revela cómo China y Rusia han convertido las negociaciones presupuestarias de la ONU en un campo de batalla político, bloqueando fondos esenciales para la defensa de los derechos humanos e interfiriendo en las investigaciones sobre abusos cometidos en países aliados. En la práctica, están usando las reglas del sistema multilateral para vaciarlo desde dentro: menos dinero para el Alto Comisionado, menos personal para las misiones de observación, menos capacidad para denunciar violaciones graves.
Pero sería un error —y una ingenuidad— pensar que esta ofensiva pertenece únicamente a un bloque autoritario. El desarme de los derechos humanos no tiene un solo rostro. También lo impulsan gobiernos democráticos cuando recortan aportes, politizan los presupuestos o criminalizan la acción humanitaria.
«En Asia, Oriente Medio y África, potencias regionales como India, Turquía, Egipto o Arabia Saudí han perfeccionado otra forma de erosión de estos derechos: la del control político de la sociedad civil»
En Estados Unidos, la (des)administración Trump ha suspendido el pago de sus cuotas a la ONU y ha congelado la financiación de organismos como ACNUR o la OMS. Europa, mientras tanto, ha convertido el Mediterráneo en una frontera fortificada, donde organizaciones como Open Arms o Médicos Sin Fronteras son perseguidas judicialmente por rescatar vidas. Las mismas instituciones que denunciaban las omisiones de la ONU ahora reproducen, en sus costas, una versión doméstica del desprecio por los derechos universales.
En Asia, Oriente Medio y África, potencias regionales como India, Turquía, Egipto o Arabia Saudí han perfeccionado otra forma de erosión de estos derechos: la del control político de la sociedad civil. Limitan el registro de ONG’s, restringen la cooperación internacional y reprimen a periodistas o activistas con leyes de seguridad nacional. En América Latina, gobiernos de signo ideológico opuesto —de izquierda y de derecha— coinciden en algo: la incomodidad frente a la vigilancia internacional, que consideran una injerencia más que una garantía.
La paradoja es que, mientras los discursos oficiales hablan de soberanía, desarrollo o seguridad, lo que realmente está en juego es la impunidad. Recortar fondos, obstaculizar investigaciones o acosar a quienes denuncian violaciones son distintas formas de neutralizar la rendición de cuentas. La ONU, nacida para no repetir los horrores del siglo XX, se ve atrapada hoy entre la geopolítica del veto y la contabilidad del recorte.
La llamada “Iniciativa ONU80”, presentada como una reforma para hacer la organización más eficiente, ha derivado en una política de austeridad que castiga, sobre todo, al pilar de los derechos humanos. En nombre de la eficiencia, se sacrifica la justicia. En nombre de la neutralidad, se diluye la denuncia. Mientras tanto, los fondos no llegan, las misiones se cancelan y las víctimas esperan en vano una respuesta que nunca se financia.
Pero el desarme de los derechos humanos no es solo institucional; también es cultural. En muchas sociedades, el discurso de los derechos humanos se ha vuelto sospechoso, asociado al elitismo, a la globalización o a la corrección política. El lenguaje de la compasión ha sido reemplazado por el del miedo: miedo al otro, al migrante, al disidente, al diferente. Y ese miedo es terreno fértil para el odio y el autoritarismo.
«La defensa de los derechos humanos no necesita héroes, sino coherencia: gobiernos que paguen lo que deben, tribunales que hagan su trabajo, medios que informen sin miedo y ciudadanos que no se resignen a la indiferencia»
Las redes sociales, que alguna vez amplificaron las voces de la denuncia, hoy contribuyen al ruido y a la confusión. Las campañas de desinformación patrocinadas por Estados y corporaciones convierten las violaciones en narrativas en disputa, donde todo se relativiza y nadie parece responsable. Lo que antes era un crimen probado hoy se disuelve en la niebla de la posverdad.
Sin embargo, en medio de este panorama sombrío, no todo está perdido. Todavía existen miles de personas y organizaciones que sostienen el ideal de la dignidad humana, aunque los Estados les cierren puertas y los algoritmos los silencien. Los voluntarios que arriesgan su libertad para denunciar el colapso climático; los médicos que trabajan en zonas de guerra; los abogados que documentan torturas en prisiones secretas; las mujeres que siguen luchando por decidir sobre sus cuerpos… Todos ellos son la resistencia viva frente al desmantelamiento de un orden que costó generaciones construir.
Quizás un gran desafío de nuestro tiempo sea volver a creer en la utilidad de los derechos humanos. Reafirmar que no son una utopía abstracta ni una herramienta de Occidente, sino “la gramática mínima de lo humano”. Sin esa convicción, la ONU puede reformarse mil veces, pero seguirá vacía.
La defensa de los derechos humanos no necesita héroes, sino coherencia: gobiernos que paguen lo que deben, tribunales que hagan su trabajo, medios que informen sin miedo y ciudadanos que no se resignen a la indiferencia. Porque los derechos se pierden, casi siempre, cuando se dejan de defender.
Este desarme no suena a disparos, sino a silencio: presupuestos que no llegan, informes que no se publican, barcos que no zarparán… Pero ese silencio también mata. Y, si el mundo no reacciona, pronto descubriremos que el precio de la indiferencia es vivir en un planeta donde la dignidad ya no tiene quien la defienda.