El postureo hispánico: cuándo la apariencia manda más que la esencia
El sumun de esta tragicomedia lo vemos cada día en nuestro Congreso de los Diputados donde, personas que hablan el mismo idioma desde que nacieron se ponen a hablar en sus lenguas regionales no porque no se entiendan, sino precisamente por postureo

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en el Congreso. Eduardo Parra / Europa Press
¡Ey Tecnófilos! ¿Qué está pasando por ahí? En España tenemos una habilidad innata para disfrazar la realidad. Somos campeones del postureo, maestros de la apariencia, especialistas en decir una cosa mientras pensamos la contraria. La autenticidad, esa joya escasa y valiosa, aquí parece estar en peligro de extinción. Y lo peor es que ya casi nadie se sonroja por ello: se acepta como norma de conducta.
Se podría escribir un tratado sobre la hipocresía hispánica, donde la pose importa más que la esencia, el “quedar bien” pesa más que el “hacer bien”. El culto al escaparate ha sustituido el culto al mérito. En lugar de valorar al que hace, premiamos al que aparenta. Y en ese terreno, el político medio español es el Messi del postureo.
El sumun de esta tragicomedia lo vemos cada día en nuestro Congreso de los Diputados. Allí, personas que hablan el mismo idioma desde que nacieron se ponen a hablar en sus lenguas regionales no porque no se entiendan, sino precisamente por postureo. Postureo ideológico, postureo separatista, postureo de manual. Y como guinda, los famosos pinganillos: esa caricatura tecnológica que debería servir para acercar pero que en realidad simboliza lo contrario, la división, la secesión, el distanciamiento artificial.
Es un insulto al sentido común. Porque la tecnología, que debería ser una herramienta para unir, se convierte en un instrumento al servicio de la mediocracia. Esa mediocracia que aplaude el gesto vacío mientras deja sin resolver los problemas reales de los ciudadanos: una fiscalidad asfixiante, un mercado laboral enfermo, una justicia que se arrastra a paso de tortuga, una educación secuestrada por intereses políticos.
Mientras tanto, nos venden que esa “diversidad” en el Congreso es riqueza cultural. Pero seamos serios: es puro teatro. En la vida real, cuando esos mismos diputados se cruzan en los pasillos, hablan en castellano como todos los demás. Pero cuando encienden las cámaras, cambian de lengua como el actor que se pone el disfraz. Todo por transmitir a sus votantes una pose, una falsa heroicidad identitaria.
Vamos a intentar aprender algo de esto: el postureo es la antesala del fracaso colectivo. Un país no progresa cuando sus élites se dedican a gesticular en lugar de resolver. Cuando prima más el relato que la gestión. Cuando se premia al que aparenta trabajar en lugar de al que entrega resultados.
España necesita menos postureo y más autenticidad. Menos pinganillo y más cerebro. Menos teatrillo parlamentario y más soluciones reales. Porque mientras se entretienen en dividir, el país se hunde en burocracia, absentismo, fuga de talento y decadencia industrial. Y lo que es peor: lo hacen aplaudiéndose entre ellos, convencidos de que esa farsa es liderazgo político.
La verdad, aunque duela, es esta: no hay nada más dañino que un sistema basado en la apariencia. Y eso, amigos, se llama mediocracia.
¡Se me tecnologizan!