El castigo por no parar: la reforma que penaliza el esfuerzo

Las mujeres que, pese a la maternidad, mantienen su continuidad profesional son las que más aportan en cotizaciones, productividad y sostenimiento del sistema. Justo las que ahora quedan fuera. El complemento por hijos, que nació como mecanismo de justicia redistributiva, corre el riesgo de convertirse en un premio a la ruptura, no al mérito

Una mujer con un carrito de bebé

Una mujer con un carrito de bebé. Archivo – Europa Press – Jesús Hellín

El complemento por maternidad en las pensiones nació con la intención de corregir la penalización económica que soportan las mujeres por haber tenido hijos. Una penalización traducida en menores salarios, más parcialidad, carreras más cortas, techos de cristal y, finalmente, pensiones más bajas. Hasta aquí, la evidencia económica es abrumadora.

El problema es que el diseño original estaba anclado en el sexo: solo las mujeres podían recibirlo. Jurídicamente insostenible. En 2019, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea lo tumbó por discriminación directa. La reforma de 2022 intentó corregirlo… sin realmente hacerlo. Se abrió el derecho a los hombres, pero se introdujeron reglas que, en la práctica, hacían muy difícil que un varón lo cobrara. Como resultado, Luxemburgo -de nuevo- sentenció que aquella solución era más apaño que verdadera neutralidad.

Ahora, lo que se plantea es que solo podrá recibir el complemento quien pruebe que su carrera laboral se vio afectada por el nacimiento o adopción: interrupciones de más de 90 días, reducción significativa de bases de cotización o inexistencia de cotizaciones previas. Desde el punto de vista legal, el razonamiento es comprensible: si hombres y mujeres pueden sufrir interrupciones, que cobren los que las acrediten. Igualdad formal.

El problema de fondo, grave y persistentemente ignorado, es que la penalización de la maternidad no siempre adopta la forma de una ruptura visible en la vida laboral. De hecho, la penalización más frecuente, masiva y documentada es la contraria: continuidad laboral con menor progreso, menor disponibilidad, mayor carga mental y peores oportunidades de promoción. Todo lo que no aparece en el informe de vida laboral. Y, por tanto, aparece la injusticia real, la estructural. El proyecto de reforma acaba formalizando un diseño que premia la interrupción y castiga la continuidad.

En el nuevo sistema, si dejaste de cotizar más de tres meses o redujiste levemente tu base de cotización, entras. Pero si renunciaste a ascensos, asumiste dobles jornadas, evitaste romper tu trayectoria a costa de un esfuerzo personal inmenso, entonces quedas fuera. Se compensa la caída brusca, no la penalización difusa. Se incentiva la ruptura laboral, no la resiliencia. Se reconoce el bache, pero no el desgaste. Y esto, se mire como se mire, es un profundo sinsentido. Porque las mujeres que, pese a la maternidad, mantienen su continuidad profesional son las que más aportan en cotizaciones, productividad y sostenimiento del sistema. Justo las que ahora quedan fuera.

Europa exige algo razonable: que los derechos derivados de la crianza sean iguales para hombres y mujeres. Pero igualdad no es simetría perfecta cuando las condiciones de partida no lo son. El propio Ministerio reconoce que casi un millón de mujeres reciben este complemento, frente a unos 100.000 hombres. ¿Por qué? Porque la economía del cuidado sigue siendo asimétrica. No por biología, sino por responsabilidad socialmente asignada. Eliminar esa asimetría a base de requisitos formales no corrige la desigualdad: simplemente la vuelve invisible para la norma. Y una desigualdad invisible es una desigualdad más difícil de corregir.

La reforma se reviste de formalidad técnica. Pero la técnica también tiene sesgos. Y el sesgo dominante aquí es reducir la complejidad de la maternidad a tres indicadores administrativos. Nada de eso capta el coste real profesional de la crianza. Nada refleja la carga mental, la disponibilidad reducida, la renuncia a promoción o la penalización salarial acumulada. Nada tiene en cuenta el contexto sectorial, la rigidez del empleo público, la parcialidad involuntaria o las carreras truncadas sin lagunas visibles.

Me resulta difícil aceptar que este diseño sea la mejor solución disponible. Había margen para modelos más sofisticados, más ajustados a la realidad del mercado laboral y más justos con el esfuerzo invisible. Sin embargo, el sistema español está a punto de enviar este mensaje a millones de mujeres: “Si te esforzaste para no interrumpir tu carrera pese a los hijos, no tienes derecho a compensación porque no hay ‘prueba’ objetiva”.

Es una paradoja cruel: cuanto más luchaste, menos reconocimiento recibes. El complemento por hijos, que nació como mecanismo de justicia redistributiva, corre el riesgo de convertirse en un premio a la ruptura, no al mérito. En una política diseñada para tranquilizar a los tribunales, no para corregir desigualdades reales. En un recordatorio más de que, en nuestro sistema, el esfuerzo invisible sigue sin computar. Y eso —más allá de sentencias europeas y decretos nacionales— es profundamente injusto.

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