Confesión de un liberal sin complejos
El Estado se comporta como un cliente moroso que nunca paga, que siempre pone excusas y que encima pretende dar lecciones de gestión; recauda antes de que produzcas, te hunde en papeles inútiles y protege a los mediocres

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez y la vicepresidenta primera y ministra de Hacienda, María Jesús Montero. Carlos Luján / Europa Press
¡Ey Tecnófilos! ¿Qué está pasando por ahí? No sé si lo mío es un pecado o una bendición, pero lo confieso: soy liberal. Creo en menos Estado y más sector privado. No es un eslogan, es una convicción que llevo tatuada en mi forma de vivir, de trabajar y de entender el mundo.
Llevo más de treinta años trabajando para una multinacional de talla mundial. No diré su nombre —la discreción es parte de su religión—, pero sí diré que con ella he aprendido más de economía, de gestión y de vida que en cualquier universidad. Esa empresa me enseñó que el respeto se gana con resultados, no con palabras huecas.
Conozco personalmente a su dueño. Y no exagero si digo que sus frases me han marcado tanto como los golpes de la vida. Tiene esa capacidad innata de adelantarse al tiempo, de ver lo que otros no ven, de escuchar más de lo que habla. Y cuando por fin habla, lo hace con la contundencia de quien lleva sentido común en vena. Ese hombre representa lo que para mí es un verdadero empresario: alguien capaz de elegir a los mejores, de hacerlos todavía mejores y, sí, de hacerlos ricos.
En esa multinacional aprendí que la competitividad no es un eslogan, es un dogma. Que la tecnología no se contempla como un gasto, sino como la herramienta para sobrevivir. Allí cada poco tiempo hay una revolución tecnológica interna, un sacudón que te obliga a adaptarte o morir. Y he visto cómo escuchan a cualquiera que venga con una idea nueva, cómo subcontratan talento sin complejos, cómo buscan siempre hacer más con menos. Esa cultura del esfuerzo silencioso, sin postureo, sin fuegos artificiales, es la que nos hace falta en este país.
Porque aquí, en España, el contraste es doloroso. El Estado se comporta como un cliente moroso que nunca paga, que siempre pone excusas y que encima pretende dar lecciones de gestión. Recauda antes de que produzcas, te hunde en papeles inútiles y protege a los mediocres. Y lo digo con todas las letras: sí, hay corrupción en el sector privado, pero en el sector público —sobre todo arriba, en la cúpula— la corrupción es el pan nuestro de cada día.
No exagero. Solo hay que ver la corte de chiringuitos políticos que hemos creado: observatorios que no observan nada, ministerios duplicados, asesores a dedo, fundaciones que no producen más que informes para justificar su existencia. Y mientras tanto, el absentismo laboral en el sector público es casi un 50 % mayor que en el privado. Una sangría que este país no puede permitirse.
Y para más inri, al presidente del Gobierno y a los ministros se les paga una miseria, un salario de chiste para quien debería ser el consejo de administración del país. Un insulto a la inteligencia. ¿Cómo pretendemos atraer talento si no premiamos la excelencia también en política? Es simple: deberían ser los mejor pagados de España, pero con un variable feroz atado a resultados medibles: crecimiento del PIB, reducción de deuda, inversión en innovación. Solo así vendrían los mejores y no los mediocres que hoy hacen carrera a golpe de eslogan.
Sé que lo que digo molesta. Pero es la verdad. España está atrapada en una maraña de burocracia absurda: permisos que tardan años, licencias duplicadas en ventanillas distintas, normativas que cambian cada legislatura y que nadie entiende. Aquí montar una empresa lleva más tiempo que quebrarla. Y así nos luce el pelo: paro juvenil por las nubes, deuda récord, fuga de talento.
Mientras tanto, yo sigo mirando a mi cliente multinacional y pienso: ¿por qué no imitamos lo que funciona? ¿Por qué no convertimos al Estado en un cliente exigente, que paga bien y exige resultados? ¿Por qué seguimos empeñados en sostener a un elefante gordo y torpe, lento, costoso y ruidoso, cuando lo que necesitamos es un guepardo ágil y competitivo, capaz de adaptarse, innovar y sobrevivir?
No quiero que se me malinterprete. No soy un talibán del mercado. Hay cosas que deben estar en manos del Estado: la defensa nacional, la justicia y la obligación de legislar y hacer cumplir las leyes. Nada más. Lo demás debe ser competencia, libertad y responsabilidad.
Y lo diré sin rodeos: estoy en contra de las subvenciones. Son opio para la mediocridad, muletas para quien no quiere andar. El Estado no debe regalar dinero, debe dejar de poner palos en las ruedas y permitir que la gente haga lo que mejor sabe hacer: crear, arriesgar, prosperar.
Treinta años aprendiendo de la empresa privada me han enseñado que la prosperidad nace cuando se premian los resultados y no cuando se blindan los privilegios. Y esa es mi confesión: soy liberal. De raza. De los que creen que un país que confía en su Estado muere de burocracia, pero un país que confía en su gente vive de libertad.
Lo demás, créanme, son solo cantos celestiales.
¡Se me tecnologizan!