Sargadelos, la razón incómoda y el error estratégico

Lo que hay detrás del comunicado de Sargadelos no es un simple cruce de titulares ni una pataleta empresarial, sino un conflicto mucho más profundo entre realidad productiva y relato dominante

Trabajadores de Sargadelos continúan a las puertas de la factoría de Cervo pese al acuerdo de ayer

Un grupo de más de 30 trabajadores continúa a las puertas de la factoría Sargadelos, sin acceder a sus puestos de trabajo, a 8 de abril de 2025, en Cervo, Lugo, Galicia (España). Foto: Europa Press

¡Ey Tecnófilos! ¿Qué está pasando por ahí? Vamos a intentar aprender algo. Porque lo que hay detrás del comunicado de Sargadelos no es un simple cruce de titulares ni una pataleta empresarial, sino un conflicto mucho más profundo entre realidad productiva y relato dominante. Y conviene abordarlo con la cabeza fría, sin sectarismo y sin miedo a decir lo evidente, aunque moleste.

Empecemos por lo esencial: el empresario tiene razón en el fondo. Y no una razón ideológica, sino empírica. Hacer industria hoy en España —y muy especialmente en Galicia— es una carrera de obstáculos permanente. No hablamos de cumplir normas razonables, hablamos de una sensación constante de sospecha, de inspección preventiva, de burocracia hipertrofiada y de un marco donde el empresario parece culpable hasta que demuestre lo contrario. Eso no es un delirio. Es algo que cualquier autónomo o industrial que haya intentado crecer conoce bien.

Sargadelos no es una startup de PowerPoint ni una marca hueca. Es una empresa industrial, con historia, con trabajadores, con fábricas, con concursos de acreedores superados y con capital arriesgado de verdad. Y aquí conviene recordarlo: salir de un concurso pagando deudas no es lo habitual, es casi una excepción heroica. La mayoría no lo logra. Eso da credibilidad al discurso de quien habla desde la experiencia, no desde la teoría.

También es cierto —y conviene decirlo alto y claro— que existe una persecución cultural al empresario. No siempre explícita, pero sí latente. Se le exige más que a nadie, se le presupone mala fe con demasiada facilidad y se le niega el beneficio de la duda. En el imaginario colectivo actual, el empresario no crea empleo: “se aprovecha”. No invierte: “explota”. No defiende su empresa: “presiona”. Ese marco mental es profundamente dañino para cualquier país que aspire a tener tejido productivo propio.

Hasta aquí, coincidimos.

Ahora bien —y aquí viene la parte incómoda incluso para quienes compartimos ese diagnóstico— las formas importan. Importan mucho. Y no por corrección política, sino por eficacia empresarial.

Decir verdades incómodas no obliga a decirlas todas a la vez ni de cualquier manera

El comunicado de Sargadelos es honesto, sí. Valiente, también. Pero es excesivamente combativo, mezcla planos que deberían separarse y convierte una defensa legítima en un enfrentamiento abierto con el sistema. Cuando eso ocurre, el foco deja de estar en los hechos y pasa a estar en el tono. Y ahí el empresario empieza a perder, no porque no tenga razón, sino porque le dan munición al adversario.

Criticar el exceso regulatorio es legítimo. Personalizar el conflicto en la administración o en el inspector de turno es estratégicamente arriesgado. Defender la industria es necesario. Hacerlo desde la trinchera ideológica puede terminar perjudicando a la propia empresa y, lo que es peor, a sus trabajadores. Porque el sistema no se conmueve: reacciona. Y casi nunca a favor del que levanta la voz.

Aquí es donde creemos que el empresario se pasa de frenada. No en el diagnóstico, sino en la ejecución. Decir verdades incómodas no obliga a decirlas todas a la vez ni de cualquier manera. El liderazgo empresarial no consiste solo en tener razón, sino en proteger la viabilidad futura del proyecto, incluso cuando uno está cabreado, cansado o harto.

Y esto no es buenismo. Es realismo puro. El sistema no premia al empresario honesto y combativo. Premia al empresario silencioso, adaptable y dócil. Injusto, sí. Pero cierto.

Por eso, nuestra conclusión es clara: el fondo del comunicado es sólido, necesario y valiente, pero las formas no ayudan. No ayudan a la empresa, no ayudan a los trabajadores y no ayudan a la causa que dice defender. La honestidad es un valor enorme, pero la estrategia lo es aún más cuando hay nóminas en juego.

Defender al empresario no significa aplaudirlo todo. Significa decirle la verdad completa. Y la verdad es que hoy, más que nunca, tener razón no basta. Hay que saber cómo, cuándo y hasta dónde.

Porque al final, lo que está en juego no es el orgullo de un propietario.
Es la supervivencia de la industria.

Y eso exige cabeza fría, incluso cuando el cuerpo pide guerra.

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