Juventud: ¿tesoro o terror?

"Como novedad respecto a otras generaciones anteriores, las redes sociales intensifican el señalamiento: discursos de odio que se viralizan con rapidez, el refuerzo grupal ante la burla o el desprecio, la negación de la empatía"

Imagen de archivo de un grupo de jóvenes celebrando el San Froilán en Lugo / Europa Press

Imagen de archivo de un grupo de jóvenes celebrando el San Froilán en Lugo / Europa Press

El dicho popular de “juventud, divino tesoro” no parece que encaje de un tiempo a esta parte. Recuerdo que cuando un amigo de la familia me lo dijo a mis veinte años, de aquella le contesté que prefería su buena situación socioeconómica, como ingeniero de caminos. Como se sabe cuando se ha dejado atrás esa etapa tan vital, mi equivocación era mayúscula, tal y como he podido comprobar y reconocerle después.

Normalmente eso sigue pasando, los jóvenes desean las “ventajas” de los mayores, como el estatus social o la autosuficiencia económica; mientras que las personas mayores echan de menos aquella etapa en la que -como se suele decir- “te comes el mundo”.

Si bien esto se ha venido repitiendo, lo que no me parece tan normal o, mejor dicho -y espero que no sea por la edad-, me resulta anodino, son las diversas y cada vez más frecuentes señales, indicadores o acontecimientos que no parecen que tengan que ver con lo que se conoce como “socialización secundaria” normal. En esta fase de nuestra integración en la sociedad, se pasa del círculo social primario (familia, escuela, amigos) al secundario (formación profesional, trabajo, relaciones de pareja, etc.). Si bien como todo tránsito o adaptación hay procesos más y menos exitosos, a veces con daños colaterales, lo que está sucediendo pienso que tiene sus connotaciones singulares, describiendo una situación anómala y abrupta, a la vez que preocupante, de una parte considerable de la juventud actual.

Una juventud que podría remontarse a aquella nefasta etiqueta que quizás haya estigmatizado a más de uno o una, los llamados en su día Millennials, de finales del siglo y el milenio pasados; quienes ya vivieron la transición del mundo analógico al digital, con Internet, teléfonos móviles y globalización cultural.

Señalo esto porque, junto a los afectados por la crisis económica de 2008, que retrasó su emancipación y estabilidad laboral, la llamada Generación Z (la de este siglo) es la nativa digital, marcada por redes sociales, inmediatez tecnológica y fuerte exposición mediática.

Estos jóvenes, inundados por los estímulos de todo tipo, suelen percibirse como críticos, adaptativos, pero también con elevados niveles de ansiedad y precariedad existencial

Y quizá puede que ahí esté el cambio o el meollo de la cuestión de este paso del tesoro al terror de la juventud; ya que estos jóvenes, inundados por los estímulos de todo tipo, suelen percibirse como críticos, adaptativos, pero también con elevados niveles de ansiedad y precariedad existencial.

La cuestión es que en las últimas semanas nos hemos encontrado con (más) noticias alarmantes protagonizadas por jóvenes. Como el intento de quemar a una mujer de 80 años y a su hijo sin hogar en Torres de la Alameda (Madrid), rociándolos con lejía. O la agresión brutal a una persona trans con dificultades de audición, por parte de tres mujeres y dos hombres, de entre 20 y 34 años, en Barcelona, que además grabaron el ataque para difundirlo en redes sociales.

Lo horroroso de estos sucesos no solo sacude la consciencia ciudadana, sino que plantea una pregunta incómoda, quizás repetida a lo largo de los tiempos, pero que ahora (espero que tampoco sea por mi edad) pienso que cobra especial relevancia: ¿qué está pasando con esta juventud?

Si ya en el artículo anterior aludía al homicidio homófobo de Samuel Luiz en A Coruña (también está el de Yoel Quispe por peleas entre pandillas), o a las “manadas” de agresores sexuales y al caso de xenofobia de Torre Pacheco; vemos que, lejos de representar brotes aislados de violencia, estas agresiones reflejan una inquietante tendencia entre los jóvenes de episodios de odio dirigidos contra personas vulnerables.

Esto es, la violencia ya no se limita a enfrentamientos callejeros, sino que adquiere tintes de intolerancia: aporofobia, transfobia y desprecio hacia quienes sirven para descargar la frustración o los problemas vitales de estos jóvenes. Dichos comportamientos extremistas se alimentan del miedo, el rechazo y la alienación; tres síntomas que parecen claros en la socialización de esta parte de la población.

Entretanto, la juventud enfrenta un panorama que erosiona la esperanza, retrasa la independencia y ahoga las aspiraciones de estabilidad. Por ejemplo, en el acceso a la vivienda, que cada vez cuesta más. Tal y como hemos informado aquí, en el último Atlas Urbano de la Sostenibilidad de Galicia; algo que acaba de ser corroborado con la reciente declaración en el Boletín Oficial del Estado de la ciudad de A Coruña como zona tensionada en materia de vivienda.

Mientras que, por su parte, la motivación y validación sociales, a través de likes y la querencia por pertenecer a grupos, se desplaza a las redes, cargadas de mensajes tóxicos y ficticios. Lo que alimenta una sensación de fracaso y de impotencia ante un mundo que parece girar sin su participación. Una participación que puede llegar a extremos como el juego de la Ballena Azul (autolesiones), el Mataleón (aguante de la asfixia), el desafío de desaparecer 48 horas del entorno familiar) o el Zizi (exposición sexual). Según un estudio del grupo de Ciberpsicología de la UNIR, el 8 % de los adolescentes entre 10 y 14 años en España ha participado en retos virales peligrosos.

En paralelo, los índices de salud mental son alarmantes. El suicidio -ya segunda causa de muerte violenta en España, solo por detrás de los accidentes de tráfico- resulta especialmente incidente en los rangos de edad entre 15 y 19 años, también en jóvenes más adultos. Otro síntoma claro del profundo malestar interno de esta parte de la población, que no encuentra cauces de expresión ni apoyo efectivo.

Según el informe ESTUDES 2023, del Observatorio Español de las Drogas y las Adicciones (OEDA), la edad media de inicio del consumo de alcohol se sitúa en los 13,9 años, tanto para chicos como para chicas

A todo esto se añaden datos relativos al consumo de alcohol. Aunque la edad de inicio se mantiene cercana a los 14 años, existen indicios de cierto retraso respecto a décadas anteriores. Según el informe ESTUDES 2023, del Observatorio Español de las Drogas y las Adicciones (OEDA), la edad media de inicio del consumo de alcohol se sitúa en los 13,9 años, tanto para chicos como para chicas. Aunque los datos también apuntan a una juventud cada vez más consciente y selectiva sobre el alcohol, estas conductas no solo son señales de insensatez juvenil, sino un reflejo de normalización cultural: acceso fácil, baja percepción del riesgo y una integración casi festiva del consumo en la identidad adolescente.

¿Qué relación existe entre este estilo de vida y la violencia directa hacia otros? Cuando se combinan frustración, fallidos proyectos vitales, consumo excesivo de sustancias y contexto digital de odio, se genera una masa emocional que puede explotar en conductas violentas, tanto hacia sí mismo/a como contra los demás. No es una casualidad que en los entornos donde hay más desigualdad, exclusión social y carencia afectiva, surjan tramas de agresiones ante lo diferente.

Además, como novedad respecto a otras generaciones anteriores, las redes sociales intensifican el señalamiento: discursos de odio que se viralizan con rapidez, el refuerzo grupal ante la burla o el desprecio, la negación de la empatía. Para algunos, el odio se vuelve un modo de afirmarse, un grito de identidad. Pero no solo eso; también el propio dolor interno sin gestión se proyecta hacia afuera. La agresividad, el suicidio, la autolesión o el alcoholismo temprano representan arañazos emocionales de jóvenes que no encuentran sentido y buscan salida a la desesperanza.

Sin embargo, el descenso en el número general de condenas sugiere que la violencia juvenil no está creciendo de forma significativa. Pero el aumento de casos en áreas como la violencia doméstica entre menores y agresiones sexuales muestra que ciertas expresiones violentas están en aumento en contextos específicos que requieren vigilancia y políticas focalizadas.

Hasta la Xunta convertirá a Galicia en la primera comunidad autónoma de España en prohibir la venta y el consumo de vapeadores y bebidas energéticas a menores de edad. O la actual ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, está promoviendo un marco legal para el tema de los jóvenes influencers. También hay leyes en tramitación para restringir la venta de alcohol a menores y frenar su publicidad. Estas iniciativas apuntan a una conciencia colectiva que reconoce el problema.

Pero hace falta más. Es momento de recuperar espacios de diálogo generacional, redes de apoyo comunitario, educación emocional desde edades tempranas, acompañamiento profesional accesible y cultura emocional. Más aún: hospitalidad y fraternidad hacia quienes sufren -como la anciana víctima de aporofobia o las personas trans agredidas-, para contrarrestar el vacío que impulsa el odio.

La juventud no es culpable de todo. Hay una responsabilidad colectiva, institucional y personal, para atender sus heridas, devolverles esperanza y construir vías para canalizar su energía de forma solidaria.

Si la violencia actual es expresión de una sociedad que se pierde, la resistencia está en enhebrar puentes de humanidad, de escucha atenta y de sensibilidad. Solo así se evitará que el odio se instale en nuestra juventud y se fragmente la convivencia futura.

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