La Galicia épica que aún nos sostiene

Desde la sociología, la emigración gallega se ha estudiado a menudo como un fenómeno demográfico o económico; pero su verdadero impacto es mucho más profundo: moldeó nuestro carácter

Mariscadoras de la Cofradía de San Telmo trabajan en la zona del Ameixal

Mariscadoras de la Cofradía de San Telmo trabajan en la zona del Ameixal – Elena Fernández / Europa Press

Hay una Galicia que no suele aparecer en los discursos oficiales ni en los grandes informes económicos. Una Galicia callada, casi secreta, hecha de hombres y mujeres que se marcharon porque no tenían otra opción y que, aun así, llevaron consigo una dignidad que hoy, en pleno siglo XXI, seguimos necesitando para entendernos como pueblo. No es la Galicia del tópico —ni la resignada, ni la melancólica, ni la siempre en fuga—, sino la Galicia épica: la que convierte la necesidad en coraje y la supervivencia en una forma de nobleza.

La muerte reciente de Cipriano Gil, aquel gallego que llegó a ser alcalde de Ermua en los años más oscuros del terrorismo, ha vuelto a abrir esa puerta a la memoria colectiva. Él era uno de tantos, pero también uno de esos que encarnan un símbolo mayor: alguien que, habiendo salido de una tierra castigada por la pobreza y el abandono histórico, acabó asumiendo responsabilidades públicas en un lugar que tampoco era fácil. No hablamos solo de un alcalde; hablamos del hijo de una Galicia que empujó a miles de los suyos a buscarse la vida lejos y que, aun así, los formó en una ética que, sin darse cuenta, acabó sosteniendo a otros territorios.

Cuando uno observa la trayectoria de aquella generación emigrada entre los años 50 y 90, lo primero que sorprende no es la precariedad inicial —la famosa maleta de cartón tantas veces evocada—, sino la sobriedad con la que vivieron sus sacrificios. No contaban sus penurias como queja, sino como recuento. No necesitaban hacer épica porque la épica estaba en cada gesto: en la doble jornada laboral, en el dinero enviado a casa, en la capacidad de criar hijos en un entorno desconocido, en el respeto ganado en barrios y fábricas que al principio los miraban como forasteros.

Uno piensa en Cipriano Gil, pero también en tantos gallegos anónimos que acabaron siendo pilares comunitarios en Euskadi, Cataluña, Suiza o Alemania. Panadeiros que abrían de madrugada, mineiros que se dejaban la vida bajo tierra, costureiras que trabajaban sin descanso, mecánicos que levantaron talleres desde cero, enfermeiras que sostuvieron hospitales enteros. Xente que aportó más de lo que recibió; que reconstruyó lugares rotos, que cuidó de los suyos y de los demás.

Esa es la épica que merece ser contada: la del héroe cotidiano que nunca pidió serlo.

Desde la sociología, la emigración gallega se ha estudiado a menudo como un fenómeno demográfico o económico. Pero su verdadero impacto es mucho más profundo: moldeó nuestro carácter. El gallego emigrante aprendió a habitar dos mundos al mismo tiempo. Aprendió la dureza de empezar de cero y la ternura de conservar el origen. Aprendió a hablar sin ruido, a negociar sin estridencias, a convivir entre diferencias. Y ese aprendizaje, transmitido de padres a hijos, es probablemente uno de los patrimonios culturales más valiosos que tenemos.

Cualquiera que haya crecido escuchando historias de un abuelo en Caracas, de un tío en Zürich o de una hermana en Barcelona entiende perfectamente esta mezcla de orgullo y tristeza que atraviesa la memoria migrante. La Galicia épica no es solo la de los que se fueron: es la de los que quedaron esperando, la de las madres que recibían cartas cada dos meses, la de los niños que crecían con noticias fragmentadas de un padre que trabajaba en Francia y que volvía en agosto con un coche lleno de regalos y silencios.

Por eso, cuando hoy hablamos de “diáspora”, lo hacemos con una naturalidad que en realidad esconde una renuncia estructural: Galicia lleva más de cien años expulsando a los suyos. Pero también con un orgullo legítimo: nunca dejamos de estar presentes en el mundo.

Lo que esta generación dejó no fue solo prosperidad material para sus familias; dejó un ejemplo de comportamiento público, de compromiso, de ética del trabajo. En Ermua, Cipriano Gil representó esa mezcla de firmeza y discreción que tanto asociamos con lo gallego: un liderazgo sereno, resistente, sin protagonismos. Y no fue el único. En Euskadi hubo miles de gallegos integrados en el tejido social en momentos difíciles; en Cataluña, generaciones enteras impulsaron barrios enteros con cooperativas y asociaciones vecinales; en Madrid, muchos sostuvieron el pequeño comercio que daba vida a los barrios obreros.

Hoy, cuando hablamos de crisis demográfica, de desesperanza juvenil o de fractura social, conviene recordar que Galicia ya superó antes retos gigantescos. Y lo hizo no por diseño institucional, sino por la fortaleza de sus gentes.

No se trata de idealizar el pasado. Se trata de leerlo a favor del presente. Porque la Galicia épica no solo narra una emigración, sino una actitud: la capacidad de resistir sin perder la dignidad, de construir futuro incluso cuando el presente era inhóspito. La capacidad de convertir la vulnerabilidad en fuerza y el desarraigo en comunidad.

Quizá hoy necesitamos volver a mirarnos en ese espejo. No para repetir sus trayectorias —ojalá nadie tenga que marcharse por obligación—, sino para recuperar su forma de estar en el mundo: nobleza, serenidad, compromiso y sentido de comunidad.

Cipriano Gil y tantos otros no solo representan una Galicia que fue. Representan una Galicia que todavía puede ser. Una Galicia que, sin hacer ruido, sostuvo pueblos enteros fuera de sus fronteras y que hoy puede volver a sostenerse a sí misma si recupera aquella épica serena que nunca buscó monumentos, solo justicia y trabajo bien hecho.

A Mila.

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